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Sociedad
Ser joven y ser rebelde van casi de la mano

Ser joven y ser rebelde van casi de la mano


No es solo una fase: es esa energía interna que te hace decir “esto no me cierra”, que te empuja a cuestionar lo que todos dan por sentado. Y eso está buenísimo. Porque si no son los más jóvenes lo que rompen con lo “viejo”, ¿entonces quién?


Para Albert Camus, la rebeldía es un acto profundamente humano que surge cuando el individuo dice “no” a una situación que considera inaceptable, pero al mismo tiempo afirma implícitamente que existe un valor por el cual vale la pena luchar.

«Me rebelo, luego existimos.»
Albert Camus, El hombre rebelde

Hoy, ser rebelde no es hacer quilombo por hacer. No alcanza con criticar todo o ir “contra el sistema” sin saber por qué.
La verdadera rebeldía no es sólo levantar la voz: es levantar ideas. No es solo decir “no”, sino saber para qué querés decir “sí”.

Y para eso no basta con actitud. Hace falta cabeza. Formación. Pensamiento crítico. Entender cómo funciona el mundo antes de querer cambiarlo.

Desde la psicología, esa rebeldía adolescente tiene sentido: es parte del viaje de descubrir quién sos. Separarte un poco del molde, dejar de repetir lo que te dijeron y empezar a pensar por vos mismo.

Para Nietzsche, la rebeldía no es tanto una reacción contra la opresión externa, sino una afirmación del espíritu libre, que se atreve a cuestionar los valores establecidos y crear sus propios principios.

Entonces, ¿por qué no repensar la rebeldía? No como rabieta o capricho, sino como herramienta. No como reacción, sino como propuesta. Porque cambiar las cosas no es improvisar: es construir. Y para eso se necesitan más que ganas. Se necesitan ideas, conciencia y compromiso.

La rebeldía vacía, que solo grita o destruye, se apaga rápido. Pero la que nace del conocimiento y la reflexión, esa sí deja huella. Esa transforma.

Claro que a veces la rebeldía nace del dolor, del enojo, de heridas que no cicatrizan. Y eso también merece atención. Pero si queremos que duela menos, necesitamos canalizar esa energía en algo que valga la pena.

La rebeldía que realmente sirve es la que propone. La que no solo dice “esto está mal”, sino también “esto podría ser mejor y así se hace”. Esa es la que cambia las cosas de verdad.

Vivimos en un mundo que va a mil, donde sobra información pero falta pensamiento crítico. En ese contexto, formarse es casi un acto revolucionario. Estudiar, preguntar, reflexionar, debatir… son herramientas de resistencia para no repetir errores viejos con palabras nuevas.

Simone de Beauvoir decía que rebelarse también es decir “yo elijo quién soy”, sobre todo para quienes el sistema quiso poner siempre en segundo plano. En ese gesto hay libertad, dignidad y poder real.

Pero tampoco hay que “pasarse de rosca”, como decimos por acá.
El exceso de rebeldía sin propósito puede volverse destructivo. Ser oposición por oposición, sin reflexión, puede terminar frenando avances, generando caos o rompiendo vínculos personales y colectivos.

También hay rebeldías mal entendidas, que surgen por moda, por reacción emocional o por imitación. A veces, en ese camino, uno termina defendiendo lo indefendible o actuando con la misma intolerancia que critica.

La rebeldía destructiva lo rechaza todo: autoridad, experiencia, conocimiento…y eso cierra puertas. Bloquea el diálogo. Estanca el crecimiento.

En algunas instituciones se observa un fomento selectivo de la rebeldía, donde se impulsa una “rebeldía controlada” que promueve únicamente aquellas causas que resultan aceptables para el sistema. Esta forma de manifestación alienta a los más jóvenes a involucrarse en determinadas problemáticas o ciertas formas de activismo social, pero evita cuidadosamente que cuestionen el sistema en sí, la economía dominante o las estructuras reales de poder político.

Otro ejemplo evidente es la manipulación de figuras históricas «rebeldes», presentadas como héroes inofensivos, despojados de su verdadera dimensión. Se usan con fines estratégicos, no para mostrar quiénes fueron realmente, sino para transmitir una versión útil para ciertos intereses ideológicos o educativos. Se oculta su radicalidad o su esencia como seres humanos y se los presenta como ejemplos de «honestidad» aceptables.

Este tipo de prácticas no solo neutraliza la capacidad crítica de los individuos, sino que promueve una crítica superficial, restringida, incapaz de cuestionar las estructuras mas profundas de los diferentes órdenes. En lugar de una formación verdaderamente «liberadora», se ofrece una versión segura y predecible del pensamiento crítico, cuidadosamente diseñada para no incomodar al sistema que la sustenta.

Si pensamos en la Educación debemos ratificar que no es un lujo, es una gran herramienta. Y en manos de jóvenes despiertos y motivados adecuadamente, puede ser el impulso de un cambio real.

Para ir finalizando, no podemos pasar por alto que la rebeldía también se juega en el territorio digital. Las redes sociales ofrecen la ilusión de estar “comprometidos” con solo compartir una historia o dar like a una causa, pero muchas veces eso termina en activismo superficial, sin consecuencias reales.

Ser genuinamente rebelde en la era de los algoritmos exige ir más allá del ruido constante. Implica desarrollar un pensamiento crítico propio, desafiar los discursos dominantes y resistir la «urgencia» de la inmediatez y el escándalo. Esto significa, por ejemplo, profundizar en la información más allá de los titulares, entablar conversaciones un poco más complejas y no ser sumisos a la métrica del «me gusta» como única vara de la verdad.

En un mundo hiperconectado, la actitud más profunda puede ser la pausa, la reflexión y el compromiso sostenido para que la rebeldía no se apague sino que evolucione.
Que no sea solo ruido, sino voz. Que no se quede en protesta, sino que se transforme en propuesta. Que tenga tanta intensidad como razón.


Porque el futuro no se improvisa: se piensa, se diseña, se construye.
Y en nuestras manos, y en nuestra mente, puede nacer algo distinto. Sin duda, algo mejor.